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hablaba de V como del único amigo digno de mí, cuya amistad querría ver aumentada y nu ea diaminuída por cualquier mezquina rencilla.

Ambos me apremiaban a ir. Sólo V conocía los secretos motivos y la imposibilidad material que me había detenido hasta entonces. A pesar de su devoción por mí, que luego me ha demostrado hasta su muerte, en todas las dificultades de mi vida, no estaba en situación de vencer aquellos obstáculos. Su madre se había arruinado por darle una educación digna de su clase y hacerlo viajar por toda Europa. Había regresado, además, lleno de deudas. No podía ofrecerme en París más que un rincón del alojamiento que le pagaba su familia. Para todo lo demás estaba tan pobre como yo, e igualmente encadenado por esa penuria que tan cruelmente describe Juvenal: Res angusta domi!

Salf de M en uno de aquellos pequeños carricoches de un caballo, que se componían de un asiento de tablas sobre el eje y cuatro estacas que sostenían un toldo de lienzo alquitranado para proteger a los viajeros de la lluvia. Se relevaba el caballo en los pueblos cada cuatro o cinco leguas. Servían entonces aquellos carruajes para conducir de Lyón a París a los obreros albañiles del Borbonesado y Auvernia, a los peatones que se fatigaban en el camino y a los pobres soldados despeados por la marcha, que así hacían una etapa por unos pocos sueldos. No me dió dolor ni vergüenza aquella trivial manera de viajar. Por