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LIX

No tenía que preocuparme del alojamiento en París. Uno de mis amigos, el joven conde de V, recientemente regresado de sus viajes, iba a pasar allí el invierno y la primavera. Me había ofrecido compartir conmigo un reducido entresuelo, encima de la portería, que ocupaba en el magnífico hotel del mariscal Richelieu, en la calle Nueva de San Agustín, hotel que después ha sido demolido. El conde de V, con quien yo sostenía correspondencia, casi cotidiana, estaba informado de todo.

Le había yo dado una carta de presentación para Julia, a fin de que conociese al alma de mi alma y comprendiese, si no mi delirio, al menos mi adoración por aquella mujer. A la primera impresión comprendió, en efecto, y casi compartió, mi entusiasmo. Las cartas que me escribía estaban impregnadas de respeto y casi de piedad por aquella melancólica aparición, suspendida entre la muerte y la vida, pero retenida, me decía él, por el amor inefable que sentía por mí. No cesaba de hablarme de ella como de un don celeste que Dios había otorgado a mis ojos y a mi corazón, y que me elevaría por cima de la humanidad mientras yo estuviese envuelto en sus divinos rayos. Convencido de la indole sobrenatural y santa de nuestros lazos, V consideraba nuestro amor como una virtud. No se avergonzaba de ser nuestro confidente e intermediario. Julia, por su parte, me FA .

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