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el uno por el otro, nos hiciese exhalar, al uno y al otro, nuestros suspiros en El! Yo consolaba a Julia de los sacrificios de una dicha más completa que el deber nos imponía en el mundo. Le hacía notar el mérito de tales sacrificios de un instante a los ojos del eterno remunerador de nuestras acciones.

Bendecía yo la pureza y el desinterés de nuestros sentimientos malheridos, puesto que habían de procurarnos un día la felicidad más inmaterial y angélica en la atmósfera perdurable de los espíritus puros! ¡Llegaba al extremo de declaramme dichoso y a entonar el himno de una resignación a que estábamas condenados por un amor más grande que el amor mismo! Conjuraba a Julia a no pensar en mis penas y a no pasarlas ellas tampoco. Le mostraba un valor, un desprecio de la felicidad terrenal, que muy a menudo no estaban más que en mis palabras. Le hacía el holocausto de todo lo que había en mí de humano. Me elevaba a la inmaterialidad de los ángeles para que no sospechara un sufrimiento o una nostalgia en mi adoración. Le rogaba que buscase en una religión tierna y confortable, en la sombra de las iglesias, en la fe misteriosa del Cristo, Dios de las lágrimas, en la genuflexión y la invocación, las esperanzas más próximas, los consuelos y las dulzuras que en todo ello había encontrado yo cuando era niño. Ella me había devuelto el sentimiento de la piedad. Yo componía para ella aquellas oraciones encendidas y tranquillas que suben al cielo como una llama que ningún viento hace oscilar. Le decía que pronunRAFAEL 11