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de cartas, rebuscaba yo con los ojos el sobre de fino papel de Holanda y la dirección de bella letra inglesa que me revelaban mi tesoro entre todos aquellos papeles groseros y aquellos letreros toscos de letras de comercio o vulgaridades por el estilo. Velaba mis ojos una nube. Latía mi corazón. Se me doblaban las piernas. Ocultaba la carta entre mis ropas, temeroso de encontrar a alguien en la escalera y de que mi madre sospechara de tan frecuente correspondencia. Me refugiaba en mi habitación. Me encerraba con cerrojo para devorar en libertad aquellas páginas sin ser interrumpido. ¡Qué de lágrimas, de besos, de dentelladas no imprimía yo en el papel! ¡Ay de mí! Cuando, al cabo de los años, he vuelto a repasar aquellas cartas, ¡cuántas palabras borradas por mis labios cortaban el sentido de las frases lavadas o rasgadas por mis lloros y mis transportes!

LII

En cuanto acababa de almorzar volvía a mi cuarto para releer mi carta y contestarla. Eran aquéllas las horas más deliciosas y más febriles del día. Cogía cuatro hojas del más grande y fino papel de Holanda, que Julia me había enviado de París para ese objeto. Empezaba muy arriba, acababa muy abajo, escribía en los márgenes, volvía a escribir a través de las líneas, y así, cada página contenía millares de palabras. Todas las