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nos de París con esa intención. Cuando tenía que volver atrás, luchaba conmigo mismo mucho tiempo. Me ponía triste y me volvía muchas veces a mirar al punto del horizonte donde ella respiraba. Regresaba despacio y pesadamente, ¡Oh cómo envidiaba las alas de los cuervos, llenas de nieve, que volaban hacia el Norte a través de la bruma! ¡Oh cuánto daño me hacían los coches que veía pasar por el camino corriendo hacia París!¡Cuántos días de mi inútil juventud no habría yo dado por ocupar el puesto de uno de aquellos viejos ociosos que miraban distraídamente por el cristal de las portezuelas al joven solitario que marchaba por la orilla del camino a contrapaso de su corazón! ¡Oh qué interminablemente largos me parecían los días, sin embargo, tan cortos, de diciembre y enero! Sólo una hora entre tantas era buena para mí: aquella en que sentía desde mi habitación el paso, la carraca y la voz del cartero que distribuía las cartas por las puertas del barrio. En cuanto le oía, abría mi ventana. Le veía subir del fondo de la calle con las manos llenas de cartas, que entregaba a las criadas, y esperaba delante de cada casa a que le pagaran el importe. ¡Cuánto maldecía yo la lentitud de aquellas buenas mujeres que nunca acababan de contar la moneda entre sus manos!

Antes que el cartero llamase a la puerta de mi padre, había yo bajado la escalera y atravesado el vestíbulo, y me plantaba palpitante en el umbral. Mientras el viejo aquél revolvía su paquete