Página:Rafael. Páginas de los veinte años (1920).pdf/157

Esta página no ha sido corregida
155
 

nuestras horas. Por la mañana, al despertarse, ella se encerraba para escribirme. En el mismo momento estaba escribiéndole yo. Nuestras páginas y nuestros pensamientos se cruzaban a diario en el correo; se interrogaban, se respondían, se confundían sin interrupción de un día. Así no había, realmente, entre nosotros más que unas horas de ausencia, las de la tarde y la noche, y yo las llenaba con su contemplación. Me rodeaba de sus cartas. Las abría sobre mí mesa. Las desparramaba por mi lecho. Las aprendía con el corazón. Me recitaba a mí mismo los pasajes más penetrantes y más apasionados, e imaginaba en ellos su voz, su acento, su ademán, su mirada.

La respondía. De ese modo lograba producir en mí tal ilusión de la realidad de su presencia, que me ponía triste e impaciente cuando se me interrumpía para las comidas o para las visitas. Me parecía que venían a arrebatármela o a expulsarla de mi habitación. En mis largas excursiones por las montañas o por las praderas brumosas y sin horizonte que bordean el río llevaba su carta en la mano, Me sentaba muchas veces en las peñas o en la orilla del agua para releerla, y cada vez me parecía descubrir una palabra o un acento que se me había escapado la vez anterior. Recuerdo que dirigia siempre mis excursiones al Norte, como si cada paso que daba hacia París me hubiese acercado a ella disminuyendo otro tanto la cruel distancia que nos separaba.

Algunas veces me alejaba mucho por los camiCong