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bíamos prometido poner los ojos cuando estuvié semos separados, como para dar cita a nuestras almas en la inaccesible soledad del firmamento.

Sentí aquella mirada como si hubiese caído un ascua en mi corazón. Comprendí que nuestras almas estaban unidas en un solo pensamiento. Mis resoluciones cayeron por tierra. Me abalancé a cruzar el muelle para acercarme a su balcón y gritarle una palabra que la hiciese reconocer a su hermano a sus pies. En aquel mismo instante cerró. El rodar de los coches apagó mi grito. Se extinguió la luz en el entresuelo. Permanecí inmóvil en medio del muelle. El reloj de un edificio próximo dió las doce lentamente. Me acerqué a la puerta, y la besé convulsivamente, sin atreverme a llamar. Me arrodillé en el umbral, y supliqué a la piedra que me guardase el bien supremo que yo había traído y confiado a sus muros, y me alejé.

XLIX

Salí de Paris al día siguiente, sin haber visto ní a uno de los amigos que allí tenía entonces, y con la intima alegría de no haber tenido una sola mirada ni una sola palabra, ni haber dado un solo paso que no fuese para ella. El resto del mundo no existía ya para mí. Pero, antes de marchar, eché al correo una carta fechada en París y diri gida a Julia. Debía recibirla al despertarse. La carta no contenía más que estas palabras: “08