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vista del otro, corrían nuevamente por la larga línea ondulante y blanca que traza la carretera a través de las estepas grises y los bosques de encinas druídicas de la alta Borgoña. Nos detuvimos en el pueblo de Avallon; ella, en el centro; yo, en las afueras. Al siguiente día rodábamos hacia Sens. La nieve, acumulada por los vientos del Norte en derredor de las altas y áridas mesetas de Lucy—le—Bois y de Vermanton, caía en anchos copos semilíquidos sobre las montañas y sobre el camino, apagando el muido de las ruedas.

Apenas se distinguía el horizonte brumaso a unos pasos de distancia, a través de aquel polvo de nieve que el viento levantaba en torbellino de los barbechos que nos rodeaban. Ni el oído ni la vista podían medir la distancia entre los dos carruajes. De pronto vi, por encima de la cabeza de mis caballos, el coche de Julia, detenido en medio de la carretera, delante del mío. El correo había saltado del pescante y estaba de pie en el estribo, gritando y haciendo gestos de angustia.

Salté también a tierra y volé a la portezela, llevado de un primer impulso más fuerte que mi prudencia; me abalancé al coche, donde la doncella se esforzaba por conseguir que su señora volviese de un desmayo producido por la fatiga y el huracán, y acaso también por el tumulto de su corazón. ¡Lo que yo experimenté sosteniendo entre mis brazos aquella cabeza adorada toda una langa hora de insensibilidad, deseando y temiendo a la vez que oyese y reconociese mi voz, que la