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te el corazón. Entre la Tour—du—Pin y Lyón entramos en su coche para distraerla por unos instantes. Le rogué que cantase a mi amigo la romanza del marinero escocés. Quiso obedecerme.

Pero a la segunda estrofa, que cuenta la separación de los dos amantes, la semejanza de nuestra situación con la tristeza desesperada de las notas de la balada en su voz la hizo, como a nosotros, deshacerse en lágrimas. Se echó por el rostro un chal negro que llevaba aquel día. La vi mucho tiempo sollozar bajo el chal. Al último releva sufrió un desmayo que le duró hasta la puerta del hotel donde nos alojamos en Lyón. Ayudamos a su doncella a llevarla al lecho. Por la noche se repuso, y al siguiente día seguimos nuestro camino hasta Macon.

XLVI

Allí era donde habíamos de separarnos definitivamente. Mi amigo y yo dimos las necesarias instrucciones a su correo. Aceleramos la despedida, por miedo de empeorar su enfermedad prolongando emociones dolorosas, como se rasga aprisa una herida para no oír los quejidos. Mi amigo marchó a las tierras de mi padre, adonde yo pensaba seguirle al otro día.

Pero, apenas partió Luis, me sentí incapaz de mantener la palabra que le había dado. La idea de dejar a Julia seguir llorando un largo camino invernal, al cuidado de dos sirvientes, sin saber