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biera tenido miedo de comunicármelos todos; entraba, para calentarse, en la casa cuando yo estaba en el jardín, y volvía al jardín y se sentaba en el banco de piedra del cenador si yo iba a buscarla junto al fuego. Al fin, nos reunimos en el cenador; las últimas hojas amarillentas del emparrado pendían próximas a desprendense de sus pámpanos, y dejaban al sol entrar en el cenador y como vestirle con su rayos.

—¿En qué queréis pensar sin mí?—le dijo con acento de dulce reconvención.

—¿Pienso yo nunca solo?

—¡Ay!—dijo ella—. No me creeréis, pero pensaba en que, por una vez sola, querría ser para vos madame de Warena, aunque hubiese de ver extinguirse el resto de mis días en el abandono y mi memoria en la vergüenza, como ella! ¡Aunque vos hubiérais de ser tan ingrato y tan calumniador como Rousseau!...

"Qué dichosa es—prosiguió perdiendo su mirada en el cielo como si hubiese buscado y entrevisto allí la imagen de la mujer a quien envidiaba. ¡Qué dichosa es, ya que pudo ofrecer su propio sacrificio al ser que amaba!

"Oh, qué gratitud y que profanación de vos misma y de nuestra ventura!—le respondí, llevándola a pasos lentos sobre las hojas muertas, que gemían bajo nuestros pies, hacia la casa.

¡Os he hecho yo notar por una sola palabra, por una sola mirada, por un solo suspiro, que le falte algo a mi amarga, pero completa felicidad?