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El jardín, inundado de sol, rodeado de una tapia que le separaba de los viñedos, mondado de hierbas y legumbres y plagado de plantas parásitas, malvas y ortigas, parecía uno de esos camposantos de pueblo adonde van los aldeanos el domingo a tomar el sol, recostados en los muros de la iglesia y con los pies sobre las tumbas. Sus paseos, antaño enarenados, ahora cubiertos de tierra húmeda y musgo amarillento, mostraban suficientemente el abandono en que los había dejado la ausencia de los pobladores. ¡Oh, cómo habríamos deseado descubrir en ellos la huella de un pie de madame de Warens, de los tiempos en que iba de árbol en árbol y de cepa en cepa, llenas las manos de flores, a coger peras en la huerta o racimos en la viña, loqueando con el discípulo o el confesor! Pero en la casa no queda más huella de ellos que ellos mismos. Su nombre, su memoria, su imagen, el sol que vieron, el aire que respiraron y que todavía parece inflamado de su juventud, tibio de su aliento, sonoro de su voz; os envuelven en los mismos fulgores, en las mismas respiraciones, en los mismos ensueños y en los mismos rumores con que ellos encantaron su primavera.

Notaba yo en el recogimiento, en la fisonomía meditabunda y en el silencio de Julia que la impresión de aquel santuario de amor y genio no la conmovía menos profundamente que a mí. Había momentos en que hasta me esquivaba para verse a solas con sus pensamientos, como si bu-