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cesidad de amar. He ahí el verdadero retrato, tal como los ancianos de Chambery y de Annecy me han dicho haberlo oído mil veces de labios de sus padres. El alma misma de Rousseau atestigua contra sus recriminaciones. ¿De dónde habría tomado él aquella piedad sublime y tierna, aquella melancolía femenina del corazón, aquellos finos y delicados rasgos de sensibilidad, si una mujer no se los hubiese dado al darle su corazón? No; la mujer que ha creado un hombre semejante no es una cínica cortesana: es una Eloísa caída. Pero una Eloísa caída en el amor y no en la depravación y la torpeza. Yo apelo ante el Rousseau joven y amante del Rousseau viejo y lúgubre calumniador de la naturaleza humana; y lo que yo voy frecuentemente a buscar en los Charmettes, en mis ensueños, es una madame de Warens, más sugestiva y seductora a mis ojos y a mi corazón que a los de él.

XLIV

Una pobre mujer nos encendió fuego en la habitación de madame de Warens. Habituada a las visitas de los extranjeros y a sus conversaciones, largas y recogidas en aquel teatro de los primeros años de un hombre célebre, prosiguió luego, sin preocuparse de nosotros, sus ocupaciones en la cocina y en el corral. Nos dejó calentarnos en paz a la lumbre, o discurrir libremente de la sala al jardín y del jardín a las otras estancias.