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te con los elementos contradictorios que él asocia en aquella naturaleza de mujer. Cada uno de esos elementos excluye a otro. Si ella tenía bastante alma para amar a Rousseau, no amaba a la vez a Claudio Anet. Si lloraba a Claudio Anet y a Romsseau, no amaba al joven peluquero. Si era piadosa, deploraba sus debilidades, no se gloriaba de ellas.

Si era seductora, bella y fácil, como Rousseau nos la pinta, no estaba en el caso de buscar adoradores entre los vagabundos, por las calles o los caminos reales. Si haciendo tal vida afectaba devoción, era una mujer calculadora o una hipócrita. Si era una hipócrita, no era la mujer abierta, franca y abandonada de las Confesiones. Ese retrato no es fiel.

Es una cabeza y un corazón de fantasía. Debajo de eso hay un misterio. Este misterio está acaso en la mano extraviada del pintor más que en la naturaleza de la mujer cuyos trazos pinta. Ni es necesario acusar al pintor que no estaba en su pleno juicio, ni creer en el retrato que desfigura una adorable creación después de haberla bosquejado.

Por mi parte, nunca he creído que madame de Warens se reconocía en las sospechosas páginas de la vejez de Rousseau. Siempre mé la he imaginado tal como se apareció en Annecy al joven poeta: bella, sensible, tierna, un poco ligera, aunque realmente piadosa; pródiga de bondades, trastornada de amor e inflamada en el deseo de confundir los dulces nombres de madre y amante en su afección por aquel niño que la Providencia la entregaba, y que ella adoptaba por ne .