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veces improvisaba, por la tarde, bajo los pinos de la villa Pamphili, en presencia del sol poniente y de las osamentas de Roma, dispersas por la llanura, estancias que me hacían llorar.

—Rafael—le decía yo a menudo—, ¿por qué no escribes?

—¡Bah!—contestaba—. ¿Escribe el viento lo que canta en esas hojas sonoras sobre nuestras cabezas? ¿Escribe la mar sus gemidos en las playas? De lo que se escribe, nada es bello; lo más divino que hay en el corazón no sale de él jamás. El instrumento es de carne; la nota es de fuego. ¿Qué le hemos de hacer? Entre lo que se siente y lo que se expresa—añadía tristemente—, hay la misma distancia que entre el alma y las veinticuatro letras de un alfabeto, es decir, el infinito. ¿Quieres verter en una flauta de caña la armonía de las esferas?

Me separé de él para volver a encontrarle en París. Buscaba en vano, a la sazón, por medio de las relaciones de su madre, crearse una situación activa que le exonerase del peso de su alma y de la opresión de su destino. Los jóvenes de nuestra edad le buscaban; las mujeres le miraban complacidas pasar por las calles. El no iba munca a los salones. Entre todas las mujeres, sólo amaba a su madre.

De pronto, le perdimos de vista durante tres años; luego supimos que se le había visto en Suiza, en Alemania y en Saboya; después, en inviermo, pasando algunas de sus noches en un puente