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irradia, a través de la pátina del lienzo ahumado, belleza, ensueño y jovialidad. Pobre mujer encantadora! Si no hubiese encontrado a aquel niñio errante por las carreteras; si no le hubiese abierto su casa y su corazón, aquel genio sensible y doliente se hubiera extinguido en el cieno. Aquel eneuentro parece un azar, pero ella fué la predestinación del grande hombre bajo la figura de una primera amante. Ella le salvó, le cultivó, le exaltó en la soledad, en la libertad y en el amor, como esas haríes de Oriente que preparan a los jóvenes seídes all martinio por la voluptuosidad. Ella le hizo de imaginación soñadora, de alma femenina, tierno de acento y apasionado por la Naturaleza.

Al comunicarle su alma, le transmitió el entusiasmo por las mujeres, por los jóvenes, por los amantes, por los pobres, por los oprimidos, por los desventurados de su siglo. ¡Ella le dió el mundo y él fué ingrato!... ¡Ella le dió la gloria, y él la legó el oprobio!... Pero la posteridad debe ser agradecida con ellos y perdonar una debilidad que nos valió el profeta de la libertad. Cuando Rousseau escribió aquellas páginas odiosas para su bienhechora, no era ya Rousseau, era un pobre insensato. ¿Quién sabe si su imaginación enferma y conturbada, que entonces le hacía ver un insulto en el beneficio y el odio en la amistad, no le hizo ver también a la cortesana en la mujer sensible y el cinismo en el amor? Siempre he tenido esa sospecha. Yo reto a un hombre razonable a reconstituir con verosimilitud el carácter que Rousseau atribuye a su aman-