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clusa, en el sendero desierto que conducía de su casa a la iglesia. El joven y la joven reclusa nos parecían tan presentes, que llegábamos a creer que nos oían y que íbamos a verlos en las ventanas o por las calles del jardín de los Charmettes. Reanudábamos en seguida el camino para detenernos de nuevo. Aquel lugar nos atraía y nos repelía al mismo tiempo como un sitio donde el amor había sido revelado y como un sitio donde fué profanado también. Para nosotros no existía ese peligro.

Habíamos de conservar nuestro amor eternamente tan puro y tan divino como entonces lo llevábamos en nuestras almas.

"¡Oh!—me decía yo interiormente; a ser yo Rousseau, ¿qué no habría hecho de mí esta otra madame de Warens, tan superior a la de los Charmettes como yo soy inferior, no en sensibilidad, pero sí en genio, a Rosseau?" Así meditando, trepamos por una pradera de áspero declive, plantada aquí y allá, de viejos nogales. Estos árboles habían visto a los dos amantes jugar sobre sus raíces. A la derecha, en el paraje donde la garganta se estrecha como si fuese a cerrar del todo el paso al viajero, se alza sobre una terraza de piedras toscas y mall umidas la casa de madame de Warens. Es un pequeño cubo de piedras grises perforado, del lado de la terraza, por una puerta y dos ventanas; lo mismo del lado del jardín: tres habitaciones arriba y una gran sala en el piso bajo, sin otros muebles que un retrato de madame de Warens en su juventud, El lindo rostro