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tuvimos, sentados en el tronco de un árbol derribado, con los codos apoyados en el muro que sirve de parapeto a la terraza, mudos, inmóviles, contemplando uno por uno o todos a la vez los distintos lugares que desde hacía seis semanas habíamos llenado con nuestras miradas, nuestros pasos, nuestras conversaciones, nuestros comunes ensueños, nuestros suspiros. Cuando todos aquellos lugares se esfumaron en el crepúsculo y en la sombra; cuando sólo quedó un poco de luz boreal en un rincón del horizonte, al Occidente, nos levantamos como sobresaltados los dos, sin haber nos puesto de acuerdo, y huímos, mirando atrás, aunque en vano, como si una mano invisible nos hubiese expulsado de aquel edén, plegando cruelmente a nuestro paso toda aquella decoración de nuestra dicha y nuestros amores.

XLI

Volvimos a casa. La noche fué triste. Pero como yo había de acompañar a Julia en el pescante de su carruaje hasta Lyón, cuando la aguja del reloj señaló las doce me retiré para que pudiese descansar un poco hasta la mañana. Me acompañó hasta la puerta. La abrió. "Hasta mañana", le dije, besando la mano que me tendía en el pasillo. No contestó; pero la of murmurar so llozando tras de la puerta, que yo cerraba: "¡No hay mañana para nosotros!"