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tiempo mi mano la primera vez que hizo aquel camino en el palanquín. Cuando cruzamos el largo suburbio de chozas que precede a la puerta de la ciudad, y al pasar por la plaza y la calle que sube hacia Aix, saludábannos caras entristecidas desde las ventanas y desde los umbrales, como las almas tiernas saludan la partida de dos golondrinas rezagadas que son las últimas en abandonar sus nidos. Las pobres mujeres se levantaban de los bancos de piedra donde estaban hilando junto a sus casas; los chiquillos abandonaban las cabras y los asnos que traían consigo; todo venían a dedicar: éstos, una mirada; aquéllos, una frase; los otros, una muda inclinación de cabeza a la joven señora y al que creían su hermano. Les parecía tan bella, tan preciosa, tan amable! Diríase que era el último rayo de sol del año que se retiraba del valle.

Cuando llegamos a lo más alto de la población nos apeamos de los mulos. Nos despedimos de los niños. No queriendo perder ni una hora de aquel último día, que todavía brillaba en las nieves rosadas de los Alpes, trepamos lentamente, los dos solos, por un hondo camino que conduce al jardín de una linda casa que se llama la casa Chevalier.

Desde la terraza donde está el jardín, la vista se expande libremente sobre la ciudad, el lago, las gargantas del Ródano, las mesetas escalonadas, los desfiladeros y las cimas del paisaje alpestre, respecto del cual este sitio es como una meseta erigida en el centro del panorama. Allí nos es-