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Allí es!—me dijo ella, extendiendo el brazo sobre el lago y señalándome con el dedo el punto luminoso, apenas visible en la lejanía y en la sombra de la orilla opuesta—. Llegarán un día y un lugar—añadió tristemente en que el recuerdo de lo que allí pasó entre nosotros en momentos inmortales no se os aparezca, desde la lejanía de vuestro porvenir, sino como esa manchita en el fondo tenebroso de esa costa.

No pude responder a esta palabras; hasta tal punto aquel acento, aquella perspectiva abierta sobre la muerte, sobre la inconstancia, sobre la fragilidad, sobre la posibilidad de olvidar, me habían destrozado el corazón y henchido el alma de presentimientos. Prorrumpí en lágrinas. Las ocultaba entre mis dedos, volviéndome hacia el viento de la tarde para que él las enjugase y no apareciesen en mis ojos; pero ella las vió.

—Rafael—añadió más tiernamente—; no, nunca me olvidaréis. Lo sé. Lo presiento; pero el amor es corto y la vida es lenta. Viviréis, después de mí, largos años. Agotaréis cuanto la Naturaleza ha puesto de dulce, de fuerte, de amargo en los labios humanos. Seréis un hombre. Lo advierto en vuestra sensibilidad, á la vez viril y fe menima. ¡Seréis hombre con toda la miseria y toda la grandeza de ase nombre de hombre con que Dios ha designado a una de sus más extrañas criaturas! ¡En una sola de vuestras aspiraciones tenéis aliento para millares de vidas! ¡Vi.

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