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orgullos de madre, nada había echado de menos. Había cerrado el hermoso libro de su juventud en estas tres palabras: Dios, su marido, sus hijos. Sentía predilección por Rafael. Habría querido darle destino de rey; mas, ¡ay!, que sólo contaba con su corazón para exaltarle. El destino se derrumbaba siempre, y con frecuencia, hasta el cimiento de su pequeña fortuna y de sus sueños.

Dos santos viejos, acosados y perseguidos algún tiempo después del Terror por no sé qué opiniones religiosas que participaban del misticismo y que anunciaban una renovación del siglo, habían venido a refugiarse en aquellas montañas. Recibieron asilo en su casa. Se encariñaron con Rafael, a quien su madre tenía entonces sobre las rodillas. Le anunciaron no sé qué; le señalaron una estrella; dijeron a la madre: "¡Seguid de corazón a ese hijo!" A una madre le place tanto creer! Ella se lo reprochó porque era muy piadosa; pero los creyó. Esta credulidad la sostuvo en muchas pruebas, pero la impulsó a esfuerzos superiores a ella para educar a Rafael, y, por último, la engañó.

Yo conocí a Rafael desde la edad de doce años. Después de su madre, yo era lo que él más quería. Acabados nuestros estudios, nos encontra mos en París; en Roma luego. Le había llevado un pariente de su padre para copiar con él manuscritos en la biblioteca del Vaticano. Rafael se apasionó por la lengua y el genio de Italia. Hablaba el italiano mejor que su propio idioma. A