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de Madame de Broc, marchamos silenciosamente hacia el lago. Se le domina en toda su extensión desde el pie del castillo de San Inocencio. Allí nos apeamos de nuestros mulos, bajo un alto oquedal de encinas, dispersas entre matorrales, y que a la sazón estaba solitario. Después, un rico indiano ha construído allí una hermosa casa de campo, y ha plantado jardines en su recinto paternal. Dejamos que nuestros mulos paciesen sueltos por el monte bajo la guarda de los chicos que los conducían.

Avanzamos solos de árbol en árbol y de clara en clara, hasta la punta de la lengua de tierra, desde donde veíamos brillar el lago y oíamos el murmurio de las aguas. Aquel oquedal de San Inocencio es un cabo que avanza entre las olas en la parte más melancólica y más despoblada de la ribera. Termina en unas rocas de granito grisáceo, lavadas por la espuma cuando el viento la solivianta, secas y lucientes cuando se calman las olas.

Nos sentamos en dos de estas peñas. Enfrente, a la otra parte del lago, la abadía de Haute—Combe se erguía ante nosotros como una pirámide negra. Contemplamos una manchita blanca que brillaba al pie de las sombrías terrazas del monasterio: ¡era la casa del pescador adonde aquellas olas nos habían arrojado a los dos para reunirnos eternamente por el azar de aquel encuentro; era la estancia donde había transcurrido aquella noche, fúnebre y divina a la vez, que había decidido sobre nuestras vidas!