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fiado a los vientos y a la irradiación de las montañas para que los llevasen al cielo. Nos recordamos todas aquellas horas de paz y felicidad que velaron, todos aquellos sueños, todos aquellos gestos, todas aquellas miradas, todas aquellas aspiraciones, como se desamuebla una casa, al abandonarla, de todo lo más preciado que hay en ella. Mentalmente, enterramos todos aquellos tesoros, todos aquellos recuerdos, todas aquellas esperanzas, entre las paredes de madera de aquellos hoteles cerrados hasta la primavera, como en un depósito de nuestras almas, para recobrarlos intactos al regresar, ¡si alguna vez habíamos de regresar!

XXXIX

1 Descendimos por las anchurosas mesetas, cubiertas de bosques, hasta el lecho hirviente de una cas— !

cada. Hay allí un pequeño monumento fúnebre erigido en memoria de una hermosa joven, la señora de Broc, que hace años fué arrebatada por un torbellino de las aguas y cayó a la gruta, cuyas espumas, al cabo de mucho tiempo, devolvieron su vestido blaneo, lo cual permitió hallar también el cuerpo de la víctima. Los amantes van con frecuencia a sentarse ante la húmeda tumba. ¡Allí, sus corazones se oprimen, enlázanse sus brazos al pensar que de un traspiés sobre una piedra resbaladiza pende su frágil felicidad!

Desde aquella cascada, que ha tomado el nombre