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a los más serenos de octubra, como si quisiera burlarse de nuestra separación.

Mientras se hacían las maletas y se cargaba el coche, partimos con los mulos y los guías. Fuimos a despedirnos del valle y de la montaña, y como a recorrer las estaciones de nuestro amor en todos aquellos lugares donde nos habíamos entrevisto primero y encontrado después; adonde luego habíamos ido juntos, y, más tarde, nos habíamos hallado, amado y sentado sobre la hierba durante aquel divino comercio entre la solitaria Naturaleza y nosotros. Empezamos por Tresserves, ¡encantador collado! Se eleva como una larga duna de verdura entre los lagos y el valle de Aix. Sus laderas, cortadas a pico sobre las aguas, están pobladas de castaños dignos de ser castaños de Sicilia. Las ramas, tendidas sobre el abismo, encuadran el cielo o el lago, según se mire desde abajo o desde arriba. Sentados sobre las raíces, aterciopeladas por el musgo de aque llos hermosos árboles, bajo los cuales pasan los jóvenes y las muchachas como hormigas, habíamos edificado la mayor parte de nuestros ensue ños en horas de contemplación. Desde allí bajamos por una pendiente rápida hasta un solitario castillo que se llama Bon—Port. Esta fortaleza está sumida, por el lado de la tierra, en los castañares de Tresserves, y, por la parte del lago, en los profundos repliegues de una ensenada abrigada de las olas, que cuesta trabajo divisarla, tanto si se va caminando por la colina, como si se na—

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