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123 paternales y sazonadas con joviales alusiones al hermoso y joven hermano que la hacía olvidarse demasiado de sus amistades. La otra carta era de un médico de Ginebra que había de venir a recogerla para llevarla a París. Decía que se veía obligado a partir aceleradamente, llamado por un príncipe soberano de Alemania, que reclamaba sus cuidados, y que en su lugar vendría a buscarla un hombre respetable y de confianza, que la acompañaría a París y la serviría de ayuda de cámara y de correo durante el viaje. Este hombre había llegado ya, y la salida se había fijado para dos días después.

Tales noticias, aunque presentidas a diario, nos impresionaron como si nunca hubieran debido llegar. Pasamos más de media noche en silencio, con los ojos secos, acodados en la mesita el uno frente al otro, sin osar mirarnos ni hablar, porque temíamos prorrumpir en llanto, y sin que interrumpiesen aquella larga agonía muda de nuestros pensamientos más que algunas pala bras deshilvanadas y distraídas, pronunciadas con voz hueca y sorda, palabras que resonaban en la estancia como gotas de llanto sobre un féretro. Yo decidí partir también.

XXXVII

El siguiente día fué la víspera de nuestra separación. El día aventajó en calor y esplendidez