Había cierta amargura y como un tierno reproche en su acento y en su mirada.
—¿Hay en el mismo cielo—le dije respondiendo a sus pensamientos—, horas como las que acabamos de pasar juntos? En la vida sí las hay, y eso basta para que yo la adore.
Esta vez recobró rápidamente el color y la se renidad. Empuñé los remos y conduje lentamente la barca hacia la playa de arena. Allí oí la voz de los pescadores que habían encendido fuego en el hueco de una roca. Volvimos a cruzar el lago soñando y entramos en casa silenciosos.
XXXVI
Cuando por la noche entré en su cuarto, la encontré sentada ante la mesa y deshecha en lágrimas; entre las tazas de te había varias cartas esparcidas.
—Mejor habríamos hecho en morir de una vez, porque he aquí la larga muerte de la separación, que va a empezar para mí—dijo, mostrándome con el dedo las cartas que traían el sello de Ginebra y París.
Su marido le escribía que comenzaba a inquietarle su larga ausencia en una estación que po dría hacerse rigurosa de un momento a otro; que de mes en mes se sentía más débil y deseaba abrazarla y bendecirla antes de morir. Sus tristes instancias venían mezcladas de ternezas