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cíamos en rememorąr las circunstancias de aquel día, de aquella era íntima y misteriosa en que el mundo empezaba para nosotros, puesto que aquel día era la fecha de nuestro encuentro y de nuestro amor.

Ella estaba medio tendida en el banco, con un brazo por cima de la bonda y pendiente sobre el agua. Apoyaba el otro en mi hombro, y su mano jugueteaba con un bucle de mis largas cabellos. Yo había echado la cabeza atrás para que mis ojos sólo viesen el firmamento y la silueta de ella, destacándose del fondo del cielo. Su rostro se inclinaba sobre el mío como para contemplar el Sol en mi frente y el día en mis ojos. Una expresión de dicha apacible, profunda, inefable, se desbordaba de su rostro y le daba un resplandor y una transparencia de alma dignos de aquel cuadro celeste sobre el cual la veía yo al adorarla. Súbitamente la vi palidecer, retirar un brazo de mi hombno y el otro de la borda, levantarse sobresaltada, llevarse amlas manos a los ojos y cubrirse un instante la cara, reflexionar en silencio, y, por último, retirar las manos bañadas en lágrimas y exclamar con un acento de resolución firme y serena:

—Oh! ¡Muramos!...

Después de pronunciar esta palabra permaneció un momento callada, y luego prosiguió:

¡Oh! Sí, muramos! Porque la tierra no tiene ya nada que darnos, ni el cielo puede prometernos más.

Miró largamente en su derredor el cielo, las