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tendido la víspera. Nos quedamos solos en la embarcación, mal amarrada a una rama de higuera.

El balance retorció y rumpió la rama, y fuimos arrastrados lago adentro, sin darnos cuenta. Derivamos hasta el centro de la ensenada, a trescientos pasos de las rocas perpendiculares que la forman.

Las aguas del dago tenían en aquel paraje ese color bronceado, ese espejo de metal fundido, esa plúmbea inmovilidad que des da siempre la sombra proyectada por los altos acantilados, en la vecindad de las rocas talladas a pico, y que anuncian la inconmensurable profundidad del lecho. Pude coger los remos para volver a la orilla; pero aquel aislamiento de toda naturaleza viviente nos producía un delicioso estremecimiento. Habríamos deseado perdernos así, no en un mar con orillas, sino en un firmamento que no las tiene. No ofamos ya la voz de los bateleros, que se habían perdido de vista por la playa de Saboya; solo llegaban a nuestros oídos el ruido lejano e interminable de la cascada, el rumor de algunas ráfagas que de cuando en cuando cruzaban el aire inmóvil cargadas de armoniosos gemidos de los pinos y ef sordo golpear de las ondas en los costados de la barca, cuando el solo movimiento de nuestras respiraciones la hacían balanceanse.

El sol y la sombra de la montaña se repartía por igual en nuestra embarcación; la proa al sol, la popa en la penumbra. Yo estaba sentado a los pies de Julia, en el fondo de la lancha, como el primer día en que la traje de Haute—Combe. Nos compla-