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de nieve; si esos arrecifes espléndidos, ese cielo azul, esas ondas centelleantes, no estarán sepultadas por las brumas de la noche próxima en un océano de pálidas y sombrías escanchas!

Estos pensamientos arrancaban de nuestro pecho un profundo suspiro; meditábamos sobre lo mismo sin decírnoslo, temerosos de evocar la desgracia al nombrarlo. ¡Oh! Quién no ha sentido en su vida esas alegrías sin la seguridad del mañana, en que la vida se concentra en una hora que querríamos hacer eterna y que se nos escapa minuto a minuto, escuchando la oscilación del péndulo que señala los segundos; mirando a la aguja que devora la hora en la esfera; sintiendo la rueda del coche, que a cada vuelta acorta el espacio, oyendo el rumor de la proa que deja la ola atrás y nos acerca a la orilla donde habremos de descender del cielo de los sueños a la playa dura y fría de la realidad!

XXXV

Una tarde, después de comer, cuando estábamos deliciosamente mecidos por la barca al sol, en una ensenada tranquila y tibia, entre los dos brazos del monte del Gato, oyendo el ruido lejano de una pequeña cascada que canta perpetuamente en las grutas, por donde pasa antes de ir a penderse en el abismo de las aguas, nuestros bateleros quisieron saltar a tierra para recoger las redes que habían •

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