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cia con el amor. Después había sido un homenaje a la virtud. Pero monsieur de Bonald era, como monsieur de Maitre, uno de esos profetas del pasado, uno de esos ancianos cuyas ideas se saluda con veneración. Sentados en el umbral del porvenir, no quieren entrar en él, y se detienen a escuchar un momento el bello gemir de las cosas que mueren en el espíritu humano.

XXXIV

Había pasado el otoño; pero el invierno era todavía olaro y tibio en los momentos en que el Sol asomaba entre las nubes. Nos hacíamos ilusiones, diciéndonos que el otoño duraba aún. Tanto horror nos inspiraba el invierno, que había de separarnos! Frecuentemente, por las mañanas, caía la nieve en leves copos blancos, que, al posarse en las rosas de Bengala y en las perennes del jardín, parecían plumones de cisnes que hubiesen mudado de noche en los cielos, por donde los veíamos cruzar. A mediodía, el sol fundía la nieve; en el lago había horas deliciosas. El movimiento y la evaporación de las aguas, que reflejaban los últimos rayos de sol del año, entibiaban la atmósfera. Las higueras, que desde las rocas expuestas al Mediodía se inclinan sobre las ondas, conservaban sus anchas hojas. La reverberación del sol sobre las rocas les daba todavía los colores, los esplendores y el color de las tar-