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113 A consecuencia de aquellos primeros versos míos, débil estrofa del himno permanente de mi corazón, me rogó que le compusiese una oda, que ella enviaría, como un tributo de admiración y como una prueba de mi talento, a uno de sus amigos de París, a quien profesaba el mayor respeto y la mayor adhesión. Era monsieur de Bonald.

Yo le conocía sólo de nombre y por la aureola de legislador filósofo y cristiano que con justicia le rodeaba. Me figuré que iba a dirigir mi voz a un Moisés moderno que de los rayos de otro Sinaí extraía la luz divina con que inundaba las leyes humanas. Escribí la oda en una noche. Por la mañana, bajo un castaño de la montaña, se la leí a aquella que me la había inspirado. Me la hizo releer tres veces, y por la noche la copió con su propia mano, ligera pero firme. Sus caracteres se deslizaban, como alas de sus pensamientos, sobre el papel blanco con la rapidez, la elegancia y la limpidez del vuelo de un pájaro en el aire. Al día siguiente la mandó a París. Monsieur de Bonald contestó haciendo muy buenos augurios sobre mi talento. Ese fué el origen de mis relaciones con aquel excelente hombre, a quien después admiré y quise por su carácter, sin compartir sus doctrinas teocráticas. Mi adhesión a sus símbolos, que yo desconocía, no había sido más que una complacenRAFAEL 1 8