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tanto como las lamentaciones de Job en la lengua de los hombres:

Al featin de la vida, tnfeliz convidado, ilego una vez y muero.

Muero y llego a mi tumba lentamente.

Nadie vendrá a regarla con su llanto! etc.

Los versos de Luis me enternecieron. Cogí el lápiz de sus manos. Me retiré un momento al fondo de la habitación y escribí a mi vez estos versos, que morirán conmigo sin que los haya recogido nadie: los primeros versos que habían salido de mi corazón y no de mi imaginación. Helos aquí; pero no, los borro; todo mi genio estaba en mi amor, y se desvaneció con éll.

Al terminar la lectura vi en el rostro de Julia, alumbrado por el reflejo de la lámpara, una expresión tan tierna de asombro y de belleza, tan sobrehumana, que quedé, como mis versos decían, indeciso entre el ángel y la mujer, entre el amor y la prosternación. Este último sentimiento venció en mi alma y en la de mi amigo. Ambos caímos de rodillas ante su canapé; besamos la orla del chai negro en que sus pies se envolvían. Aquellos versos le parecieron sólo la emanación instantánea y aislada del sentimiento que ella me inspiraba. Los elogió y no volvió a hablarme de ellos. Prefería nuestras conversaciones naturales, y aun los silencios soñadores, el uno junto al otro, a esos juegos del espíritu que más bien que expresar el alma, la profanan, Luis nos dejó unos días después.