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da y demasiado seria para condescender con esas formalidades, esos rodeos y esas lentitudes de la poesía escrita. Era ella la poesía sin lira: desnuda como el corazón, sencilla como la primera palabra, ensoñadora como la noche, luminosa como el día, rápida como el relámpago, inmensa como el espacio. Su alma era una escala infinita que ninguna prosodia habría podido fijar. Su misma voz era un canto perpetuo, inimitable con las armonías del verso. Para mí, ella era el poema viviente de la Naturaleza y de mí mismo. Mis sentimientos resonaban en su corazón; mis imágenes, en sus miradas; mi melodía, en su voz. Aparte de eso, la poesía, completamente materialista y completamente sonora de fines del siglo XVIII y del Imperio, cuyos principales volúmenes, como Delille y Fontanes, tenía en su habitación, no se había hecho para nosotros. ¡Su alma, que había sido acunada por las olas melodiosas de los trópicos, estaba llena de dolor, de amor, de desvarío que todas las voces del aire y de las aguas no habrían bastado a expresar! ¡Algunas veces, en mi presencia, procuraba leer aquellos libros y ensalzarlos por su reputación; los cerraba con un gesto de impaciencia y se quedaban mudos en sus manos, como cuerdas rotas cuya voz se busca en vano golpeando las teclas. La nota de su corazón estaba sólo en el mío; pero nunca pudo salir de él.

Los versos que ella había de inspirarme no debían resonar sino sobre su tumba. Nunca supo, I