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109 Al volver a mi cuarto, durante los cortos instantes en que me veía obligado a separarme de ella, sentíame, aunque fuese al mediodía, como en un calabozo sin aire y sin luz. El sol más resplandeciente no me alumbraba, a menos que ella lo reflejase en mis ojos. Cuanto más la veía, más la admiraba y menos podía creer que fuese una criatura de la misma especie que yo. La divinidad de su amor había acabado por convertirse en mi imaginación en una fe. Sin cesar me prosternaba en espíritu ante aquel ser demasiado tierno para ser un dios, demasiado divino para ser una mujer.

Buscaba nombres para ella y no los encontraba.

¡A falta de nombre, la llamaba en mi interior "misterio"! ¡Bajo este nombre, vago e indefinido, le rendía un culto que era de la tierra por la ternura; del sueño, por entusiasmo; de la realidad, por la presencia, y del cielo, por la adoración!

Había logrado hacerme confesar que yo había, alguna vez, escrito versos; pero yo nunca se los había enseñado. Tampoco parecía sentir mucha afición por esa forma artificial y amañada del lenguaje, que alitena, cuando no la idealiza, la sim. plicidad del sentimiento y de la impresión. Era ! de naturaleza demasiado viva, demasiado profun1