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cura del color, la tez de una joven que ha andado mucho tiempo por la montaña, donde han curtido sus mejillas las primeras brisas frías de los ventisqueros; sus párpados habían perdido el peso; sus ojos, la sombra; sus labios, los pliegues.

Sus miradas flotaban en una perpetua niebla luminosa del alma, vapor de un corazón ardiente condensado, en el globo de los ojos, en lágrimas que no cesan de subir, pero que ese mismo fuego seca y no corren nunca. Sus actitudes recobraban fuerza; sus movimientas, agilidad; sus pasos, la ligereza y vivacidad de los de un niño. Cada vez que, de regreso de nuestras excursiones, entrábamos en el patio de casa, el viejo médico y su familia se hacían lenguas del prodigioso cambio operado por las últimas veinticuatro horas en su salud y del resplandor de juventud y de vida que brotaba de sus ojos.

La felicidad, efectivamente, parecía irradiar de ella, creando en su derredor una atmósfera que envolvía también a los que la miraban. Este centelleo de la belleza, esta atmósfera del amor, no son, de ningún modo, como suele creerse, imáge nes de poeta. El poeta no hace más que ver mejor lo que se escapa a las miradas distraídas o ciegas de los demás hombres. Se ha dicho muchas veces de una joven hermosa que esclarecía la obscuridad de la noche. De Julia podía decirse que caldeaba el aine en su derredor. Yo andaba y vivía envuelto en aquella tibia emanación de su belleza renaciente; los demás, la sentfan al pasar.

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