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diez y seis años, algo pálido, un poco aplomado por el sol de Roma, pero en cuyas mejillas todavía florece la frescura de la infancia. Un rayo de luz rasante parece jugar en el terciopelo de la piel. El codo del joven se apoya sobre una mesa; el antebrazo se alza para soportar la es beza, que se apoya en la palma de la mano; los dedos, admirablemente modelados, imprimen una leve huella blanca en la barba y en la mejilla. La boca es fina, melancólica, ensoñadora; la nariz es delgada entre los ojos y ligeramente matizada de un tinte algo azulado, como si la delicadeza de la piel dejase transparentarse el color de las venas; los ojos, de un intenso color celeste, parecido al cielo de los Apeninos antes de la an rora, miran al frente, pero con alguna elevación hacia el cielo, como si quisieran ver por encima de la Naturaleza. Están llenos de luz hasta el fondo, pero un poco humedecidos por los rayos diluídos en el rocío o en las lágrimas. La frente es una bóveda apenas cimbrada; se ve temblar, bajo su fina epidermis, los músculos de la máquina del pensamiento; las sienes reflexionan, la oreja escucha. Negros cabellos, desigualmente cortados por vez primera por las tijeras inhábiles de un compañero de taller o de una hermana, arrojan algunas sombras sobre la mejilla y sobre la mano. Una gorra de terciopelo negro cubre lo alto de la cabeza y cae sobre la frente. Cuando uno pasa.ante este retrato, piensa y se entristece sin saber por qué. Es el genio niño, que sueña en