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107 No obstante, la dicha, la soledad de dos, que es el edén de las almas tiernas; el descubrimiento que ella hacía a diario de algún abismo de mi pensamiento correspondiente a los misterios de su propia naturaleza; aquel aire de otoño en las ventanas, que guardan, como estufas encendidas durante el verano; la tibieza del sol casi hasta llegar las nieves; las largas excursiones a las quintas de la montaña y por el lago; el balanceo de la barca o el dulce movimiento de cuna del lomo de los mulos, que se parece al de las olas leves y lentas de la mar; la leche de aquellos pastos, que, hirviente de espuma, le servían mañana y tarde en copas de madera de haya tallada por los pastores, y, sobre todo, aquella dulce exaltación, aquel apacible delirio, aquel continuo vértigo de un alma que el primer amor ha alzado en sus alas de la tierra y se siente llevada de pensamiento en pensamiento, de ensueño en ensueño a través de un nuevo cielo, en un penpetuo desvanecimiento del corazón, todo aquello restablecía visiblemente su salud. De la noche a la mañana se la veía rejuvenecer. Estaba como en una convalecencia del alma que se comunicaba a sus facciones. Su rostro, algo mancillado al principio en torno de los ojos por esas manchas azuladas o cárdenas que parecen las hueIlas de los dedos de la muerte, recobraba la plenitud de las mejillas, el calor de la sangre, la fres-