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Es que esa palabra me hace daño—respondió.

—Y ¿cómo?—repliqué—la palabra que contiene el nombre de toda vida, de todo amor y de todo bien puede causar daño a la más perfecta de sus creaciones?

—¡Ah!—repuso con el acento de un alma desesperada, es que esa palabra encierra para mí la idea del ser cuya existencia he deseado más apasionadamente que no fuese un sueño; ¡y es que ese ser—añadió con voz más sorda y apagadano es para mí y para los sabios que me han instruído sino la más maravillosa, pero la más vacía de las ilusiones de nuestro pensamiento.

—¡Cómo!—le dije, ¿vuestros maestros no creen en Dios? Pero vos que amáis, ¿podéis no creer? ¿Es que hay una palpitación de nuestros corazones que no sea una proclamación del infinito?

—¡Oh!—respondió vivamente, no interpretéis como demencia la sabiduría de los hombres que han desvelado la filosofía para mí y han hecho brillar ante mis ojos la plena luz de la razón y de la ciencia, en vez de la lámpara fantástica y pálida con que las supersticiones humanas alumbran las tinieblas voluntarias extendidas intencionadamente en derredor de sus pueriles divinidades. El Dios de vuestra madre y de mi nodriza es el Dios en quien yo no creo: no así en el Dios de la Naturaleza y de los sabios. Creo, como ellos, en un ser, principio y causa, origen, espacio y fin de todos los demás; o, mejor dicho, que no es sino