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101 ¡Qué felicidad! Los viles deseos de la pasión sensual se habían aniquilado—pues que ella lo quiso en la plena posesión del alma del uno por la del otro. La dicha me hacía, como siempre ocurre, mejor y más piadoso que nunca. Dios y ella se confundían tan completamente en mi alma, que la adoración de ella en que yo vivía venía a ser también una perpetua adoración del Divino Ser que la había creado. Yo no era más que un himno, y en mi himno sólo había un nombre, porque Dios era ella, y ella era Dios. Nuestras conversaciones, de día, cuando nos deteníamos para respirar, para mirar, para admirar en las vertientes de la montaña, en las orillas del lago o sobre alguna raíz de castaño, al borde de las praderas inundadas de sol, solían tender, por el natural desbordamiento de dos almas demasiado llenas, al abismo insondable de todos los pensamientos; es decir, al infinito y a la palabra que por sí sola llena el infinito: Dios. Cuando yo pronunciaba esta palabra, con esa entusiasta bendición de corazón que contiene toda una revelación en un acento, me asombraba de verla desviar o abatir la mirada, disimulando bajo un lindo fruncimiento de cejas, o en las comisuras de su boca displicente, una pena o una incredulidad que me parecían en contradicción con nuestros arrebatos. Un día le pregunté tímidamente el motivo.