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ella me producía; ¡hasta tal punto se mezclaban la pasión y la adoración en partes iguales y se trocaban mil veces por minuto en mi pensamiento el amor en culto y el culto en amor! Oh! ¿No es esto la última cima del amor, el entusiasmo en la posesión de la belleza perfecta y la voluptuosidad en la suprema adoración?...

Cuanto ella había dicho me parecía perdurable; cuanto habían mirado sus ojos me parecía sagrado. Yo envidiaba a la tierra que ella hollaba al andar; los rayos de sol que la envolvían en nuestros paseos me parecían felices por haberla tocado. Yo hubiera querido recoger, para separarla por siempre de las ondas del aire, el aire que ella había divinizado, a mis ojos, respirándole; yo habría querido acotar hasta el lugar que ella acababa de dejar vacío en el espacio para que ninguna otra criatura inferior pudiese ocuparle en el resto de la duración de la tierra, ¡En fin, yo todo lo veía, lo sentía y lo adoraba, incluso al mismo Dios, a través de aquella divinidad de mi amor!... Si tales estados de alma fuesen duraderos en la vida, la Naturaleza se detendría, la sangre dejaría de circular, el corazón se olvidaría de latir, o, más bien, no habría ya movimiento, ni lentitud, ni precipitación, ni muerte, ni vida en nuestros sentidos; no habría más que una eterna y viviente satisfacción de todo nuestro ser en otro ser. ¡Ese estado debe de parecerse al estado del alma, a la vez estática y viviente en Dios!