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comparaba sin cesar, involuntariamente, a las otras mujeres que yo había entrevisto. Exceptuada Antonina, que se me aparecía como la infan cia candorosa de Julieta; exceptuada mi madre, a quien ella se parecía en la santidad y en la gravedad, ninguna mujer resistía, a mis ojos, la menor comparación. Una sola mirada suya envolvía en sombras todo el resto de mi vida. Sus conversaciones me revelaban profundidades, extensiones, delicadezas, elegancias, divinidades de sentimiento y de pasión que me transportaban a regiones desconocidas, donde me parecía respirar por vez primera el aire natal de mis propios pensamientos.

Todo lo que había habido en mí de ligereza, de vanidad, de puerilidad, de sequedad, de ironía o de amargura de espíritu durante aquellos malos años de mi adolescencia, desaparecía de tal modo que no me reconocía a mí mismo. Al separarme de ella me sentía bueno, me creía puro. Recobraba la seriedad, el entusiasmo, la oración, la inter'na piedad, las lágrimas ardientes que no salen de los ojos, pero que suben como un manantial cálido, oculto en el fondo de nuestras aurideces aparentes y lavan el corazón sin enervarle. Me prometía no volver a descender de aquellas celestes alturas sin vértigos adonde sus tiernos reproches, su voz, su sola presencia tenían el don de elevarme. Era como una segunda virginidad de mi alma que yo contraía bajo el reflejo de la eternal virginidad de su amor. Yo no podía decir si había más piedad que seducción en la impresión que