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La Guerra — 507

No son ya ejércitos sólo, son las naciones armadas las que combaten, como en el siglo V. La civilización no espera ya poderse salvar sino por el exceso mismo del mal. Después de la presente guerra, acaso ningún hombre de Estado se atreva con la responsabilidad de provocar otra.

El ejemplo de lo que ha sucedido á la Francia será saludable. No tenia la más pequeña duda acerca de la superioridad de sus armas desde los primeros momentos. Creia probable la entrada próxima de sus soldados en Berlin, y consideraba imposible que sus enemigos lograsen tocar con la culata de un fusil, ni con el casco de un caballo, siquiera por un instante, el suelo inviolable del Imperio francés. Y, sin embargo, los Franceses se tuvieron que poner muy pronto á la defensiva, y, rechazados por las armas alemanas, han desistido de penetrar en la provincia del Rhin, no han intentado el paso de este río, han abandonado la linea de los Vosgos, y después la del Mosela, y han temido por Paris.

La trinidad, formada por el Rey Guillermo, por el Canciller Bismark y por el General Molke, triple personificación del derecho divino de los Reyes, de la política maquiavélica y del espíritu de conquista del gran Federico, avanza temeraria hacia el corazón de Francia, trayendo detrás un ejército tan numeroso como el de Jerjes; conduciendo atados á la fortuna de la Prusia los pueblos alemanes, como los Griegos iban atados al reino macedón por Alejandro, y dando batallas tan sangrientas y destructoras como las de Atila.

¿Por qué sucede esto en el último tercio del siglo XIX, que unas veces se ve acusado de excesivo apego á los intereses mercantiles y á la molicie, y otras se jacta de su adelantada filosofía? No aumentemos todavía la oscuridad de las tintas del lamentable cuadro de estos sucesos, tratando de explicar las causas de esta guerra, según las han expuesto los diplomáticos de ambas naciones en la lamentable polémica que ha precedido á las hostilidades. Si la parte más florida de la población viril de toda Francia y de toda Alemania sostiene ese duelo á muerte, que tiene acobardadas las imaginaciones más audaces, no es porque el Rey Guillermo haya estado más ó menos cortés con M. Benedetti, ni porque en una nota diplomática, ó en un aviso telegráfico se haya comunicado á otros gobiernos la noticia de que aquel Monarca no quería recibir ya de ese Embajador preguntas ó que creia haber dado contestación suficiente.