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— Han huido á Málaga, —se dijo el Cristiano;— pues entónces, al menos, están seguros. Yusef sería de los defensores del cerro... ¿Qué le habrá sucedido?

Los dos vasallos le seguian atónitos de habitacion en habitacion, sin saber qué significaba aquello, cuando un rumor extraño, hácia la cañada, causó á Juan de Silvela horrible calo-frio. ¿Serian soldados, que después de asesinar á los moradores, llegaban á robar la casa? Echó mano á la espada, y diciendo á sus fieles Gallegos:

— ¡Seguidme!

Tomó por la cañada abajo.



XIV.

Jurára el guerrero cristiano haber oido más de una vez el gruñir de un perro, como si le castigara su amo, para que se estuviese quieto ó callase. De pronto, y poco antes de llegar al arroyo, vió que un enorme bulto se alzaba del suelo, como abalanzándose á él. Al propio tiempo, sonó chasquido de ballesta, y la flecha dió con tal fuerza en la capellina de cuero de uno de los vasallos, que le dejó destocado, y aun hizo caer aturdido con el tremendo golpe.

Sil! ¿Eres tú, Sil? —decia, entretanto, el guerrero.— ¡Pues cómo me reciben á ballestazos tus amos!

Y miéntras el perro daba mayores muestras de alegría y cariño, oyóse una voz, que preguntaba en algarabía, esto es, en la forma en que solían entenderse los Moros con los Cristianos:

— ¿Quién va? ¿Amigo ó enemigo?

Dudó un momento Juan de Silvela; mas al punto preguntó:

— ¿Es amigo de Yusef Ben-Lope el que pregunta?

— Yusef está aquí... gravemente herido...

— Adelante, que aquí tiene á su amigo Juan de Silvela.

Oyóse un grito femenil de alegría, y voz, harto conocida del Cristiano, pues era la de Moraima, dijo:

— ¡Amigos, amigos son! Adelante; ¡no temáis, hermanos!

Varios Moros, seguramente de los que con tanto esfuerzo acababan de defender el cerro, traían en sus brazos á Yusef Ben-Lope, cuya herida era tan grave, que le habia hecho perder el