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— ¡Y la quieres tornadiza!

— La quiero para mi fe, que es la única verdadera. Quiero que se salve, y no que vaya al infierno, como la sucederá, siguiendo la maldita ley de Mahoma.

— Eres un niño, —exclamó Yusef, conteniendo á duras penas el enojo.— Vé á tu tierra, Juan, cobra fuerzas, deja pasar tiempo, y si, como, con harto dolor lo temo, Allah no estorba que la hueste de Castilla se extienda por los alrededores de Málaga, á modo de nube de langosta, ya sabes, entónces, adónde puedes llegarte, para tener una hermosa cautiva.... Yusef, el último Ben-Lope, habrá muerto defendiendo la ley del Profeta Mahoma, por quien jura morir, antes que merecer el nombre de renegado que llevaron sus abuelos.

— Véngate, Yusef. Créeme capaz de acudir, á la cabeza de una banda de foragidos, á saquear la casa de Ben-Lope y cautivar á Moraima.... Véngate.... Ya te has vengado, con sólo decirlo, Yusef.

En ciertas épocas solemnes, general presentimiento anuncia á los corazones la ruina inevitable de un pueblo. El Musulmán, que á su entrada en España habia convertido en poco tiempo á su fe provincias enteras; acorralado luego en el hermoso reino de Granada, que iba cayendo á pedazos en poder de Castilla, más qua de hacer prosélitos, tenía que cuidar de defenderse de enemigo superior y ya incontrastable. Lo contrario sucedía al Cristiano, cuyo empeño en convertir Musulmanes, Judíos y cuantos profesaran agena religión, habia de ir cada vez aumentando, en proporcion del buen éxito de siete siglos de resistencia y lucha, no sólo contra los Moros españoles, cual hoy pretenden algunos enemigos de la gloria de nuestros abuelos, pero contra buena parte del poder musulmán.

Conforme hablaban, iban bajando Moro y Cristiano, sin saber qué hacian, al arroyo. Molestaba el sol, y, como era ya mediada la tarde, siguieron hacia la Mina, en cuyo recodo, el tajo ofrecia grata sombra y fresco ambiente.

Juan de Silvela llevaba en su gorra la rama de helecho, airon de la capellina, de donde la habia quitado, á poco de jurar que Moraima sería la dama de sus pensamientos, y, si Dios lo permitía, su esposa. Juan queria llevar consigo á todas partes lo que, para él, era ya, no solo emblema del cariño de su madre, pero de fe en Dios y de honra.