— ¿Qué decir? —exclamó Portocarrero, abriendo con asombro los ojos.— No dije más.
Suspenso quedó el Canónigo y en actitud reflexiva, como si midiese toda la importancia que aquel suceso tenia para el Cardenal-Arzobispo y para sí mismo.
— Vuestra Eminencia, —dijo al fin,— volver há sobre esto con el Rey; y ya que su Majestad puso en manos de vuestra Eminencia tan admirable ocasión para sacar á este pueblo de lo que llama su cautiverio, no la desprecie, por Dios, y no haga en esta coyuntura lo que con los caballeros de Malta cuando le ofrecieron el obispado de Granada. Mire, señor, —añadió con voz más apagada Urraca,— que el pueblo espera y el francés apremia.
Doblóse otra vez á su alegría el bueno de Portocarrero al oir estas razones del Canónigo; y éste, de quien no podia decirse, como del padre Matilla, que estimaba más hacer Obispos que serlo, y que ya se veia obispando, siguió con exaltación, y aqui copio las palabras mismas de la crónica en que se narra esta verídica historia:
— «Vuestra Eminencia, á quien sin duda su Divina Majestad reserva altos destinos, tiene hoy en su mano, no sólo los de España, sino los de Europa, pendientes de la acción de vuestra Eminencia, que puede ser tan heroica, que dejará materia á los anales para su página más gloriosa.» (Y el Canónigo, al decir esto, tomó un tono y una sombra de veneración, que encantó á Portocarrero.) — No dude vuestra Eminencia, acuda á sus amigos, y déles parte del suceso; que el buen concierto sea garantía del éxito.
—Llamaré, si te parece, á Leganés y á Monterrey,— dijo el Cardenal.
— Y á Ronquillo, que es persona popular en Madrid, y á Sebastian Cottes, mi amigo, que bien sabe vuestra Eminencia es hombre de consejo. En servicio y nombre de vuestra Eminencia voy á poner los avisos para dentro de dos horas: antes de las once de esta noche estarán los cuatro en esta cámara.
Y Urraca salió de ella, y bajó la escalera del palacio, llena de pajes, diciendo: — Yo mismo avisaré al Licenciado. ¡La ocasión es calva!