piadosísimas entrañas sus amigos, que eran muchos, habiendo tenido la habilidad de llenar su cabildo de literatos y nobles de las mejores casas de España; cierto que su condición liberal con los pobres, ella sola se alababa, contándose ya por entonces más de tres mil que vivían á sus espensas, con lo cual pensaba el viejo Cardenal rescatar sus galanterías y aficiones de mozo. A pesar de que frisaba Portocarrero en los setenta años, aún resplandecían algunas gracias en su persona, porque era bien hecho de cuerpo, y tenía cierto aire de autoridad que, como aire, se disipaba al punto con la sola presencia de Urraca.
— Grandes nuevas te traigo, —dijo el Cardenal así que vio al Canónigo.
Inclinóse Urraca, dejó asomar á sus labios una sonrisa, sino fingida, obligada: la sonrisa de la servidumbre.
— Sabe, pues, —añadió el Cardenal,— que nuestro Soberano (Dios le guarde) ha tenido un accidente que ha pasado de amago.
Y Portocarrero empezó á frotarse las manos, loco del gozo y del contento, que era tal, que no volvía de su sorpresa el astuto Canónigo. Este hizo un gesto que quería decir: si vuestra Eminencia no se explica, yo no veo luz.
Por fin, Portocarrero mandó sentar á Urraca, y le confió cuanto acababa de ocurrirle con el Rey aquella misma noche, en que, desfallecido y postrado su Majestad por la violencia del mal que de antiguo le aquejaba, había llamado al Arzobispo para desahogarse con él de sus recónditas aflicciones y escrúpulos con que tenía enredada su conciencia, gravada enteramente con el mal cobro que daba al reino. Dijo esto Portocarrero precipitando las palabras, como solía, para disfrazar su cortedad, y escuchóle Urraca con suma atención.
— ¿Y vuestra Eminencia? —preguntó, acabado el discurso de su señor.— ¿Qué dijo al Rey vuestra Eminencia?
— Díjele, —contestó el Cardenal con los párpados fruncidos y como agobiado bajo el peso de sus recuerdos,— que Dios no le abandonaría en aquel trance; que anda cerca de la enmienda quien llega á conocer su culpa, y es esta señal las más veces de aquella gracia eficaz que ha de librarle á él de sus enemigos interiores, y al pueblo del cautiverio de Egipto.
— Vuestra Eminencia habló como un sabio dominicano; pero ¿qué más dijo?