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Matilla los buenos dias, y cómo había pasado la noche, le dijo el Rey: «como la pasada, y dejadme;» asi me lo contó el mismo Benavente; con que me parece, señor, que la materia está sazonada, y puede cambiarse el confesonario, y con el confesonario el Gobierno. ¡Y qué gloria entonces para vuestra Eminencia! Vuestra Eminencia le pondere al Rey mañana cuánto le conviene cambiar de confesor, que dilatada es la religión de Santo Domingo, y bien habrá en qué escoger; pero cuenta no se yerre la elección. Búsquese un hombre que esté desimaginado de esta fortuna, para que la reconozca de vuestra Eminencia y pueda influirle las más cristianas máximas, y él las vaya dando á beber al Rey poco á poco, como preceptos saludables para el mejor cobro de su alma, con que insensiblemente será mucho lo que se remedie, y siempre queda el mineral en pié. Pero primero se ha de ver el elegido en el cuarto de su Majestad tomar posesión de su Real conciencia; porque lo ya hecho, con dificultad se destruye, y lo ideado, con facilidad se desvanece. —Aquí calló Cottes.

— ¡Admirable! —dijo Leganés.

— ¡Asombroso! —dijo Ronquillo.

— ¡Maravilloso! —dijo Urraca; —y Portocarrero repitió:— ¡Maravilloso!

— Pero, señores, —dijo Cottes, inclinándose con falsa modestia,— recomiendo el secreto; porque en llegando á saberse, todo se malogra: el disimulo abona la ganancia, y en lo público vuestra Eminencia se ha de mostrar, con el que fuere, con aquella regular entereza propia de su autoridad; pero sin afectación, que en todos los extremos hay peligro. Y ahora, —añadió el taimado,— siendo la principal circunstancia que no se yerre la elección, ¿qué le parece á su Excelencia el Sr. Conde? ¿De qué sujeto podria echarse mano?

— No conozco persona, —dijo Monterrey con desabrimiento,— en quien concurran suficientes prendas para encargarle semejante asunto: asi, yo remito la elección al cuidadoso celo de su Eminencia, que es á quien más importa.

— Yo, —dijo Leganés,— no conozco ni entiendo de frailes, sino de soldados: su Eminencia le buscará, y que lleve el diablo á Matilla y al Almirante.

—Pues, yo, —dijo Ronquillo,— propongo á vuestra Eminencia al reverendísimo padre fray Francisco Posadas, varón verdaderamente apostólico.