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á pesar de sus cuarenta y tantos años. Allí estaban los Príncipes Murat, y entre ellos la jóven Princesa Ana, con su imponderable, septentrional hermosura; con sus profusos, dorados cabellos, su torneado, artístico talle, sus azules, misteriosos ojos. Allí estaban los altos empleados de Palacio, Vaillant, el Gran Mariscal de la casa; Lepic, el Superintendente; Bassano, el Gran-Chambelan; Conti, el Secretario particular del Soberano; el ilustre Auber, Director de la Imperial Capilla de Música; Bure, Tesorero; Conneau, primer Médico; Fleury, Gran Escudero; Moskowa, Montero mayor (veneur); Cambacéres, Gran Maestro de ceremonias; los Ministros Baroche, Mustier, Valette, Roquette, presididos por el vice-emperador Rouher, el orador famoso; Persigny, del Consejo privado; Troplong, Presidente del Senado; Schneider, que lo es del Cuerpo legislativo; Vuitry, del Consejo de Estado; Rouland, Gobernador del Banco de Francia; Fremy, del célebre Crédit Foncier; el Prefecto del Sena, el autor del nuevo Paris, el demoledor insaciable, el arquitecto olímpico Haussmann; allí los primeros soldados del segundo Imperio, los Niel, los Canrobert, los Forey, los Baraguey d'Hilliers (entre ellos recuerdo que se hallaba también aquella noche luciendo el gran Cordón de la Legión de Honor, nuestro inolvidable Duque de Tetuan, sin pensar ¡ay! que la muerte habia de arrebatar con él en breve tanta gloria y tanta esperanza á su ausente patria); allí oradores parlamentarios, como Ollivier; potentados de la alta banca como uno de los Rostchild; periodistas tan autorizados como Lagueronniére; reinas de la elegancia mujeril, como las Walewski, las Morny, las Montebello; allí, en fin, embajadores, títulos, jurisconsultos, escritores, hombres de ciencia, militares, funcionarios y notabilidades du Monde, de los más públicamente conocidos. El cuadro, pues, para cuya detallada descripción necesitaría un volumen, era completo, como el éxito de mi curiosidad.


III.

Hé aquí, me decia yo escogiendo por auditorio á mi aislada conciencia, sin duda para tener la seguridad de ser escuchado; hé aquí, pensaba yo desde al abismo de mi insignificancia ante aquel pomposo espectáculo, una solemnidad que es algo más que una de las usuales fórmulas de la vanidad gerárquica, algo más que uno