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dar pasto á la curiosidad filosófico-española que, sea dicho en verdad, lo mismo me llevaba á Palais-Royal que al Faubourg Saint-Germain; yo, átomo de arena en el fondo de aquel Océano de grandezas ostensibles y de pequeneces latentes; yo, que habia consentido, con tal de estudiar de cerca aquella especial fase de la moderna Babilonia, hasta en ceñir mis liberales piernas con el malhadado pantalón collant, pidiendo encarecidamente al más agudo vértice del triángulo isósceles de mis rodillas, que no cometiera alguna imprudencia anatómica; yo no tenia ningún género de motivos para fastidiarme allí. Por el contrario, los tenia, y muy justos y muy poderosos, para estar complacido, distraído, divertido, encantado. Aquello era, en efecto, la realización de uno de mis ardientes deseos parisienses. Aquella era la Corte de Napoleón III, cuyo conjunto se ofrecía á mis ojos como una escena nueva y magnifica. Con la ayuda de un excelente amigo, mi introductor y mi cicerone, lo que hasta entonces sólo me hablan brindado libros y periódicos, es decir, el conocimiento de las más encopetadas ilustraciones de la política, del ejército, de la nobleza y de la familia imperial, se me ofrecía personalmente con la más cómoda de las facilidades. Allí estaba el coronado prisionero de Ham, el hijo de Hortensia, el heredero del guerrero del siglo, el que hace diez y seis años da al pueblo francés orden y prosperidad, sin exigirle otra cosa que el olvido de una libertad que ya, sin embargo, parece empezar á agitar de nuevo las entrañas de la gran nación; sentado en su sillón regio, alzada la espaciosa frente y los inteligentes ojos á la techumbre, como si siguiera hasta ella el caprichoso vuelo de las armonías, ó como si pidiera al espacio la idea con que le sea dable resolver los arduos problemas de su situación y de su responsabilidad; con su encerado bigote y su arqueado brazo izquierdo cuya mano apoya habitualmente en la cadera; con su varonil busto, en fin, que parece exigirle que esté siempre sentado ó á caballo, para no descubrir la antiestética desigualdad del resto de su persona. Allí estaba la española Emperatriz, cuya inmutable belleza parece haber arrebatado su secreto á una juventud eterna. Allí estaban los miembros de la familia Bonaparte, entre los cuales descollaban el Principe Napoleón, verdadera imagen, en lo físico, del titánico prisionero de Santa Elena, y cuyas turbulencias de opinión y de carácter dan frecuentemente tanto que pensar á su augusto primo; y la Princesa Matilde, de fresco, interesante aspecto