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de que no es posible juzgar de esa cuestión con el único criterio de nuestras costumbres y de nuestro modo de ser nacionales; cuando vi que lo que en España huye todavía á esconderse, temeroso del pudor social y perseguido por el látigo de nuestra virilidad moral, en los más oscuros antros, recibe allí con universal consentimiento la luz del dia; cuando vi que lo que en nuestro salvajismo se calla, se oculta ó se disfraza, para aquella cultura tiene la sanción de una forzosa aquiescencia; cuando vi á la clase media de aquel país, esa clase, médula de la histórica regeneración europea; esa clase que ha sido tanto para la Francia y para el mundo, ser, sin embargo, la gran abastecedora de la corrupción mujeril y su más vasto y abyecto plantel; cuando vi, en fin, que el vicio no tiene allí, como entre nosotros los pueblos barbaros, su principal albergue, ó en la ignorancia profunda de las últimas clases, ó en la enervante disipación de aristocracias sin misión y sin respeto de si mismas; sino que, á despecho de la inteligencia y de la educación, el escepticismo y la fiebre del oro son allí los que le dan como alimento una generación entera; entonces comprendí, y desde entonces sigo comprendiendo, que si la literatura y la filosofía y el arte y todos los grandes agentes civilizadores tienen en la Francia moderna una misión suprema, urgentísima, ineludible, vital, esa misión debe ser la cuestión que el jóven Dumas, con mejor ó peor éxito en su desempeño, pero con salvadora intención, escoge preferentemente en sus dramas, en sus novelas, en sus cuadros sociales, en sus creaciones realistas, que, en efecto, tienen la realidad de la horrible verdad en que se inspiran. Si los que pueden y deben hacerlo no lo procuran á toda costa, por todos los medios, con todos los acentos; si el pulpito, el libro, el teatro, el periódico, hasta el abogado, hasta el médico, hasta la Administración, no se esfuerzan en llevar cada dia, cada hora, cada instante, remedio á la escéptica depravación que allí convierte sin cesar en cadáveres vivos á las que deberían llegar á ser honradas madres de familia; sin temor de ser falsos profetas, podemos asegurar que ese manantial de progresos, ese corazón del mundo inteligente que se llama Francia, que se llama Paris, será en breve, quizás para nuestros hijos, un foco pestífero con cuyos miasmas enfermará mortalmente la vieja Europa.