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QUO VADIS

Y los que daban tales gritos no sabían que en esa bur la sangrienta se encerraba una tremenda profecía.

Pero esas vocerías no irritaron mucho al César, quien no llevaba la barba porque desde hacía mucho tiempo habiala ofrecido en un cilindro de oro á Júpiter Capitolino.

No obstante, otras personas, ocultas detrás de montones de piedras, ó en los ángulos de los templos, le gritaban: —¡Matricidal Nerón! Orestes! Almeón! (1).

Y todavía otros clamaban: —¿Dónde está Octavia? ¡Entrega la púrpura!

A Popea, que venía inmediatamente detrás de él gritábanle: «Flava comal» (pelirubia), epíteto con que se denominaba á las aventureras vulgares.

Al oído músico del César llegaban también estas exclamaciones y levantaba hasta los ojos su esmeralda pulimentada, á fin de ver y grabar en la memoria las fisono mías de quienes las pronunciaban.

Mientras tal hacía, su mirada se detuvo en el Apóstol que se hallaba de pié sobre la piedra.

Y esos dos hombres se contemplaron por espacio de breves momentos.

Y á ninguno de los individuos de aquel brillante séquito, ni de los que componían la inmensa multitud allí agrupada, pudo ocurrirsele que en ese propio instante mirábanse frente á frente dos poderes de la tierra, uno de los cuales desvaneceriase en breve, como un sueño fatídico de horror y de sangre, y el otro, envuelto en aquellos mo destos vestidos, iba pronto á conquistarse la posesión eterna de la ciudad y del mundo.

Entretanto, el César había pasado ya; é inmediatamente después de él ocho africanos conducían una litera magnífica dentro de la cual iba sentada Popea, la emperatriz aborrecida por el pueblo.

(1) Hijo de Anfiaro y de Erifile, que mató a su madre para vengar la muerte que ella había dado á su padre.